Melvin Cantarell Gamboa
06/09/2022 - 12:05 am
Antifilosofía I
"Diógenes rompe de raíz, pues, con las formas establecidas, aceptadas y tradicionales de la filosofía idealista de su tiempo; su ruptura es total pues choca con los hábitos, convenciones y valores establecidos".
Empezaré por explicar qué significa antifilosofía: una posición crítica hacia las filosofías que hacen de los problemas que plantea la existencia material y efectiva de los seres humanos y las cosas una cuestión teórica haciendo abstracción de su sentido práctico. Son ejemplos de antifilosofías la metafilosofía de Wittgenstein expuesta en su Tractatus lógico-philosophicus en el que sostiene que no hay fenómenos cuyo estudio sea materia de la combinación de intuición, razón pura y análisis conceptual, como sucede en la filosofía; dice este filósofo alemán que el conocimiento se sustenta en hechos; lo ilustran la ciencia y el método experimental. Los investigadores, una vez concluida su tarea, concretan su trabajo con la descripción de lo que obtuvieron en su indagatoria y los enunciados que rebasen este límite material y construyan sus juicios a partir de conjeturas u opiniones son superfluos, en consecuencia, acerca de ellos es mejor guardar silencio.
Otro es Lacan, quien al describir su práctica psicoanalítica tiene el cuidado de situarla fuera del ámbito especulativo, es decir, filosófico, a fin de demostrar la especificidad de su discurso; sin embargo, resulta fallido pues se expresa en términos idénticos a los de los filósofos; sus juicios psicoanalíticos tienen una fuerte carga apriorística, propia de la especulación.
Alain Badiou, por su parte, desde una posición marxista, quiere distinguirse de la tendencia filosófica dominante de su tiempo y critica a aquellas filosofías que buscan la verdad utilizando el lenguaje como mero recurso del pensamiento al margen de lo real. Tampoco logra su objetivo.
Lo que aquí denomino “antifilosofía”, no es del tipo de las anteriores, se acerca más a la posición que sostuvo el antifilósofo por excelencia: Diógenes de Sinope con su quinismo para marginales (el término lo introdujo Peter Sloterdijk en su libro Crítica de la razón cínica). El espíritu soberano e insobornable del sabio griego va más allá, pues rechaza también todo posible acuerdo entre teoría y una práctica planificada o deducida del acontecer histórico, por ejemplo, en las 11 tesis de Marx sobre Feuerbach (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. La Ideología alemana. Edición Pueblos Unidos) afirma que el error de Feuerbach consiste en concebir “la realidad material como objeto de contemplación, no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo” (tesis I); Feuerbach, como los filósofos, dice Marx, no ha hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo (tesis XI), puesto que la verdad objetiva es un problema práctico, en tanto práctica revolucionaria, pues la esencia humana se define por el conjunto de relaciones sociales y materiales que determinan la existencia; de ahí pues que los problemas encuentren resolución en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica. Sin embargo, esta concepción lógicamente correcta ha ofrecido en los hechos resultados contrarios a los intereses de la clase proletaria llamada a cumplir la misión “histórico universal” de construir el comunismo. En 1917 el proletariado ruso, apoyado por campesinos y soldados se rebeló y derrotó al zarismo. En las ciudades y pueblos del inmenso país, los combatientes ponían los muertos, mientras en Moscú, mediante un golpe de Estado, los bolcheviques se apoderaban del poder político y bajo la conducción de Lenin se dieron a la tarea de realizar lo que en la sucesión de los diferentes modos de producción le corresponde hacer a la burguesía: el desarrollo de las fuerzas productivas industriales capitalistas que permitiría al proletariado superar el modo de producción burgués- capitalista; para llenar este vacío, los bolcheviques instituyeron el capitalismo de Estado, burocratizaron las relaciones sociales, agotaron hasta la extenuación a tres generaciones de rusos y los funcionarios del Estado y los dirigentes del Partido Comunista hicieron de la riqueza creada su patrimonio personal.
El 21 de diciembre de 1989, Nicolae Ceausescu, presidente comunista de Rumania convocó a un mitin de apoyo a su Gobierno en el centro de Bucarest, capital del país; la convocatoria reunió a más de 80 mil personas, todo parecía normal, el público aplaudía como en otras muchas ocasiones, de pronto alguien abucheó al dirigente y la gente empezó a gritar “¡Tamisaroa!, ¡Tamisaroa! El 16 de diciembre en Tamisaroa, una ciudad ubicada al oeste de Bucarest, había estallado una protesta en respuesta al intento del Gobierno local de desalojar de su vivienda a un clérigo que había criticado a Ceausesco; el grupo protestante fue reprimido por soldados vestidos de civil; desafiando al Gobierno un grupo de jóvenes se concentra en la catedral del lugar, fueron atacados por la policía y algunos de ellos son asesinados; el 19 y el 20, llegan a la ciudad trenes cargados con contingentes de obreros para refrenar el movimiento, se ordena que intervenga también el ejército, ambos contingentes, obreros y soldados, se unen a los manifestantes. El gigantesco coro de decenas de miles de rumanos reunido en el centro de Bucarest recordaba este episodio cuando ante las cámaras de televisión abiertas al mundo entero repudiaban al Presidente de Rumania con el grito de ¡Tamisaroa! E interpretaba la canción ¡Despierta, rumano! que fue el himno de batalla de quienes se habían concentrado en la catedral. En ese momento, ante quienes veían por el medio electrónico los sucesos, el sistema se venía abajo, en cinco días el pueblo había puesto en crisis el “paraíso socialista”. Pero los 20 millones de rumanos, que componen la nación no pudieron organizar ninguna oposición eficaz; la revolución espontánea de la casi totalidad de la población se la apropió un autoproclamado Frente de Salvación Nacional y un pequeño grupo del ala moderada del Partido Comunista, quienes no tardaron en tomar el control del país y adjudicarse el poder político y los bienes nacionales.
Si Diógenes hubiera conocido estos episodios su respuesta hubiera sido una enorme carcajada al ver el ridículo que termina haciendo la teoría de la práctica revolucionaria planificada cuando sus planteamientos y enunciados son obtenidos al modo idealista: conjeturas pensadas con la cabeza que, se supone, van a cumplir una visión de futuro con sentido y significados predeterminados, en este caso por el desarrollo material de las fuerzas productivas y la sucesión histórica de los modos de producción: esclavismo, feudalismo, capitalismo y comunismo.
Michel Onfray (Antimanual de filosofía. EDAF. 2005), más realista, piensa que la filosofía puede practicarse con auténtico placer y resolver los problemas que plantea la vida cotidiana. El filósofo francés se lanza contra los funcionarios de la filosofía, los profesores obsesionados por la academia y los programas oficiales elaborados, como en México, por especialistas, no filósofos, que desechan el tratamiento de cuestiones de la propia existencia para transmitir “valores” que fortalecen claramente el estatus quo, creen que en lugar de enseñar a pensar los estudiantes deben memorizar la historia de la filosofía o cuestiones ridículas que carecen de interés, como introducir al alumno en términos técnicos complicados y a veces imposibles de comprender y pronunciar: fenomenología, noúmeno, a priori, metafísica o más complicados de comprender, como Dios, teoría, axiología, praxis, nada, ser, etc. que distraen de la tarea filosófica de hacer daño a la ignorancia y a la estupidez humana mediante el uso de la razón como verdadero compromiso social. Las autoridades educativas debieran considerar que la relación de la juventud con la filosofía depende de quien la enseñe y no del profesor obsesionado por el programa oficial.
Ahora bien, por su aparente evidencia, se afirma que estamos determinados culturalmente, que pensamos a partir de nuestra cultura, que la riqueza de nuestra inteligencia depende de ella y del entorno en que vivimos. Estos principios me suscitaron las siguientes preguntas ¿Actúa en todos los casos? ¿Las condiciones que hacen posible el pensamiento depende de situaciones y circunstancias exclusivamente socioculturales e imposibles de cambiar? ¿Podemos llegar a pensar de manera distinta de la que nos impone el sistema y nos inculcan las instituciones, en especial la escuela? Estas “verdades” aprendidas e impuestas por las condiciones materiales de existencia y por las circunstancias ¿Son las únicas a nuestro alcance? Años me ha llevado llegar a la conclusión de que no es así. Mis recuerdos y mi biografía me llevan a caminos que resquebrajan esta matriz y conducen a posiciones que chocan con lo establecido.
Mi alter ego inalcanzable a la hora de reflexionar acerca de lo que la filosofía significa para mi es desde hace más de cincuenta años Diógenes de Sinope, el que según Luciano de Samosata ha sido el mejor de los seres humanos, un hombre verdaderamente divino, que recorrió el mundo casi desnudo, cubierto apenas por una sencilla piel de animal, sin pretender ninguna de las cosas que no son necesarias, que intentó curar a los hombres de su más destructiva enfermedad: la estupidez, que en todo lo que emprendía resultaba siempre vencedor, nunca encontró su igual y menos su señor, que era de temperamento fuerte y se dominaba, procuraba vencerse a sí mismo. Actuó siempre con desprendimiento, sencillez y austeridad. Restringió sus necesidades a lo elemental, repudió la civilización en nombre de la naturaleza, gustó de la anécdota pedagógica inquietante. Adoptó una posición contra todo lo que representó un “alto pensamiento” o una “gran teoría”; con serenidad siempre descubrió la réplica y el contra-ejemplo a todo aquello que ha sido tan bien pensado como para que sea verdad según el criterio de los pensadores señoriales (como Platón su contemporáneo y muchas veces víctima de su sarcasmo) y de magisterio. Su actitud, como un topo que corroe las raíces y socaba satíricamente los grandes sistemas teóricos, subvierte su construcción. Diógenes fue un perturbador y fue el remordimiento de consciencia de toda autocomplacencia dominante y el azote de toda estenosis moral.
No obstante, lo que hace de los antiguos cínicos griegos un hecho histórico irrepetible, excepcional y prácticamente imposible de imitar es su camino a la virtud (sýntomos hodós, el camino corto) que es la enseñanza práctica, el ejercicio, entrenamiento físico, la resistencia (Diógenes abrazaba estatuas durante el invierno y se bañaba en la arena caliente en verano para hacerse resistente al frio y el calor), el despojamiento, la austeridad y la pobreza voluntaria; diferente de la enseñanza prolongada y teórica propia del magisterio con sus discursos, aprendizaje escolar y adoctrinamiento. Para entender mejor lo que representa el quinismo es conveniente contrastarlo con el socratismo, el platonismo y el cristianismo, sus contrapartes: Para Sócrates los hombres debían ocuparse de sí mismos, no ignorarse, cuidarse, conocerse a sí mismos y, de esta manera, cuidar su alma, la verdad y la razón (Platón. Apología de Sócrates. Hay muchas ediciones). Perdonen el preámbulo, pero no resisto la tentación de citar a Nietzsche en relación a Sócrates: “Admiro el coraje y la sabiduría de Sócrates en todo lo que hacía, decía y no decía. Este demonio y cazador de ratas de Atenas, irónico y enamorado (de Alcibíades), que hacía temblar y sollozar a los jóvenes más orgullosos (con sus interrogaciones) no era sólo el charlatán más sabio que haya existido… sino que debió callar en los últimos instantes de su vida”. (F. Nietzsche. La gaya ciencia).
Platón, de quien el matemático y filósofo inglés Alfred North Whitehead y el español José Ortega y Gasset dijeron que la filosofía no es sino notas al pie de página de sus obras, escribió una serie de diálogos construidos a la manera de las piezas de teatro, es quien difunde y da vida a las ideas de Sócrates agregando la existencia de un mundo trascendental situado en el topus uranus, lugar celeste, pero para el filósofo único mundo real. De Platón dijo Diógenes: “Que puede esperarse de un filósofo que nunca inquietó a nadie”, para el sabio cínico, el alumno de Sócrates es el mayor peligro para la filosofía, él como su maestro, dieron lugar a los absurdos morales de la civilización superior, subyugaron la vida, abrieron el camino a un mundo concebido desde la esquizofrenia (dividido) y a la psicosis artificial del saber absoluto (Hegel, por ejemplo) que pretende destruir la relación vital de percepción, movimiento y entendimiento y lo hicieron con la seriedad grandiosa del discurso idealista en la que se obstina la vida más insulsa.
En esta misma línea, el cristianismo funda la tradición ascética, según la cual, la verdad sólo puede instaurarse en la obediencia temerosa y reverente con respecto a Dios, es decir, asumiendo una actitud y modo de vida que conduzca a la perfección moral y espiritual a través de la renuncia a los placeres del cuerpo y al mundo. Los cristianos de los siglos I y II tomaron de Sócrates y Platón la idea de una alma prisionera del cuerpo que debe mantenerse pura, para ello instauraron el “yo pecador” una manera cruel de derrotar los placeres del cuerpo y pidieron prestado de los cínicos la práctica del ascetismo (estilo de vida austero y de renuncia a los placeres materiales, sin entender su verdadero significado quínico) adaptándolo a sus intereses: la simulación, la mentira y la hipocresía. De ahí que Demonacte diga de los cristianos: cuidan el cuerpo castigándolo, pero se descuidan a sí mismos. El cínico se ocupa de sí mismo, su ser se fundamenta en una novedosa práctica de la vida cotidiana y una diferente manera de vivir que se centra en formas de existencia concretas: ningún acto del cuerpo es vergonzoso, ninguna acción es deshonesta, mucho menos pecaminosa o reprobable, se comporta conforme a la naturaleza; vive bajo la mirada de los otros, su despojamiento es voluntario, sin convencionalismos, desnudo, mendicante, pero soberano de sí mismo; se pertenece por entero, es su propio derecho y está fuera de la órbita del derecho ajeno, no teme a los hombres ni a los dioses, no quiere una vida eterna e inmortal ni desea nada inmoderado, no es libre a medias y vive como piensa. Todo esto, estaba fuera de la comprensión del cristianismo.
Diógenes rompe de raíz, pues, con las formas establecidas, aceptadas y tradicionales de la filosofía idealista de su tiempo; su ruptura es total pues choca con los hábitos, convenciones y valores establecidos. Desde su perspectiva, el modelo socrático que apunta al cuidado del alma instituye una metafísica, es decir, se agota en pensamientos que constituyen simples suposiciones mentales, invento de realidades que son inaccesibles a través de la experiencia. Se preguntaría: ¿Qué es ese Yo del que debo ocuparme? ¿Qué es ese cuidado de sí? ¿Por qué esto ha de apuntar al cuidado del alma? ¿Por qué esa alma ha de rendir cuentas de su pureza como espejo de la divinidad? Despiadado ante estos relatos-ficción responde a su contemporáneo Platón en las muchas veces en que se encontraron con actos de enorme carga anecdótica, irónica y burlona: el saber es un asunto del cuerpo, somos un cuerpo y el saber se identifica con el quehacer corporal, en el ejercicio, el entrenamiento físico y la resistencia a las tentaciones. Si hay algo que cuidar es el cuerpo, por ser lo más cercano a la relación dialéctica de libertad y necesidad; las necesidades no tienen nada de vergonzoso y solo su superación puede conducir a los seres humanos a la libertad. Este descubrimiento quínico fue un momento estelar de la razón y transfiguró la sabiduría de vida en filosofía existencial. Diógenes era un hombre maduro cuando navegando rumbo a Egina fue apresado por piratas y vendido en Creta; preguntándole el pregonero “que sabía hacer”, respondió: “Mandar hombres” y señalando con el dedo a cierto corintio bien vestido, le dijo: “Véndeme a este; este necesita un amo”. Jeníades, que así se llamaba el corintio, lo compró y lo hizo preceptor de sus hijos (nunca antes Diógenes tuvo discípulos) y administrador de su casa. Sus amigos quisieron rescatarlo y los trató de necios, diciéndoles: “los leones no son esclavos de los que los mantienen, sino que estos lo son de los leones”. Murió a los noventa años (Diógenes Laercio. Vida de los filósofos más ilustres. Grupo editorial Tomo). Sobre sus hombros intento reflexionar a continuación sobre mí mismo.
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